Quiso
un famoso novelista escribir una novela sin sexo. Probó con el género de
misterio, pero antes de las doce campanadas el mayordomo (que sí era el
culpable) ya estaba retozando con la señora de la casa, y la señora de la casa
con el fantasma del sótano… Probó con el género de aventuras. Nuevo fracaso:
antes del primer meandro (casi vuelca la lancha) ya estaba el explorador liado
con la mujer de Tarzán, y ésta con el cocodrilo… y así. Los indígenas, desde la
frondosa orilla selvática, no lanzaban flechas: sus cuerpos estaban demasiado excitados
como para tensar arco alguno. Probó con el género policíaco. Decepcionante: no
había ordenado el juez el levantamiento del cadáver y ya estaban liados el
detective, la chica, el cadáver y la forense… Finalmente sus enconados
esfuerzos rindieron fruto: había conseguido un texto puro, níveo, prístino… la
novela asexuada. Eufórico, la remitió a su editor. Tras una atenta lectura éste,
escandalizado, le respondió: “¿no te da vergüenza escribir esto?”.
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